Vindicación de las malas decisiones

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Me encuentro frente a una mesa de billar. Donde antes había dieciséis bolas, ahora quedan cuatro. Una de ellas es rayada, otra es una bola lisa; también están el número más temido por todos hasta el final de la partida y la bola blanca.

Mi contrincante tira con decisión y destreza. No lo tiene fácil. Su bola rayada y la bola ocho están juntas, pegadas a una de las troneras de la esquina.

Pero él no cometió una mala elección. Al contrario, consiguió separar la bola que tenía que meter de la negra.

Mi turno. Tengo que darle a la bola cuatro. No solamente tengo que darle, sino que tengo que meterla.

Intento prepararme conforme a lo que he aprendido estos meses jugando al billar. Inclinación del cuerpo, el agarre del palo, el ángulo del brazo… Todo.

Mi contrincante lleva más años jugando al billar que yo. Quiere aconsejarme sobre el tiro. A veces lo escucho; otras, me pone muy nerviosa.

«Se trata de física y de matemáticas», me dice para alentarme.

Consigue el efecto contrario. Siempre fui la de letras y humanidades, la que pensaba y sobrepensaba, la que se cuestionaba todo.

Tengo dos opciones. O hacer falta hasta que de algún modo mi contrincante saque la bola ocho de donde estaba o arriesgarme e intentar meter la bola cuatro, por muy difícil que esté.

Tomo una decisión.

Me arriesgo aun sabiendo que las tenía todas conmigo para que salga mal.

Y, efectivamente, eso ocurre.

Mi contrincante pone la mano en la tronera, dispuesto a darme una segunda oportunidad. Sabe que he arriesgado al tomar la decisión y que voy a perder la partida. No se equivoca.

Lo miro a los ojos y con una sonrisa entre melancólica y filosófica, suelto una de frase que lleva merodeándome en la cabeza durante semanas:

«Ser una persona adulta consiste en tomar decisiones por una misma. Puede que a veces no sean las mejores, pero tengo que ser consecuente con ellas».

Él decide poner la bola ocho de nuevo en la mesa. Es su decisión. Aunque yo haya perdido, la partida continúa.

Sobre el acto de decidir

Decidir no es un gesto ligero del alma ni una operación mecánica de la razón. Decidir es, en su sentido más profundo, una forma de existir.

Cuando uno toma una decisión —una verdadera decisión, no un automatismo—, se sitúa en el vértigo de su propia libertad. Se reconoce como sujeto y no como objeto de la historia.

No hay decisión sin pérdida. Porque elegir es afirmar una posibilidad negando todas las otras. Y, en ese acto lo que se despliega no es solo una opción concreta, sino la estructura misma de la libertad humana: finita, situada, limitada… y, sin embargo, soberana.

La decisión es el punto de cruce entre el deseo y la responsabilidad

Decidir es querer hacerse cargo de aquello que se elige, de sus consecuencias visibles y de sus resonancias invisibles. La persona que decide con autenticidad no busca garantías, sino sentido.

Es por eso que toda decisión conlleva un riesgo, y ahí reside su nobleza.

Decidir es exponerse: a errar, a doler, a que el mundo no lo apruebe. Pero también se expone a encontrarse, a volverse más real, más suyo.

Solo cuando uno es consciente de todo lo que supone tomar una decisión, comprende que la libertad no es cómoda. La libertad es exigente y trágica.

Y, sin embargo, solo quien decide es capaz de vivir en libertad.

Sobre las buenas y las malas decisiones

La distinción entre una «buena» y una «mala« decisión no puede establecerse únicamente a partir de sus consecuencias.

Desde un punto de vista ético y filosófico, una decisión no se define solo por lo que produce, sino por cómo se toma: por el proceso deliberativo que sustenta, por el grado de conciencia, por la fidelidad a los principios que la orientan.

Una buena decisión es aquella que surge de la deliberación, de la evaluación cuidadosa de las opciones disponibles, de la consideración del contexto y de una cierta fidelidad a uno mismo y a lo que se considera justo o necesario.

Implica agencia moral, no una simple reacción. Implica asumir la incertidumbre, no negarla.

Una mala decisión, en cambio, es aquella que se toma desde la ceguera, la omisión, la evasión o la negligencia. No necesariamente porque conduzca a un mal resultado, sino porque no ha sido pensada, ni sentida ni sostenida desde un juicio autónomo.

La ética de la decisión no es una ética del resultado, sino del proceso.
El error no está en equivocarse, sino en renunciar a decidir con libertad y responsabilidad.
Y eso, aunque parezca paradójico, también se decide.

Sobre el juicio ajeno y la tergiversación de las decisiones

Con frecuencia, una decisión tomada desde la reflexión, la conciencia y la responsabilidad es malinterpretada o desacreditada por quienes no participan en ese proceso interno.

Se juzga como mala, no por su estructura ética ni por la lógica de su construcción, sino porque no coincide con el marco desde el que otros observan y piensan el mundo.

En estos casos, lo que se rechaza no es tanto la decisión en sí, sino la afirmación de autonomía que conlleva.

La decisión se vuelve incómoda, no porque sea precipitada, torpe o irresponsable, sino porque desestabiliza certezas ajenas, rompe expectativas proyectadas o subvierte una narrativa compartida.

El juicio que llama mala decisión a lo que ha sido meditado, sentido y asumido libremente es un juicio colonizador. Se apropia del derecho a interpretar desde fuera lo que solo puede comprenderse desde dentro.

Y lo hace con una forma de violencia blanda: la que niega la validez a lo distinto por no encajar en lo propio.

Pero ninguna decisión auténtica tiene la obligación de coincidir con el pensamiento de los otros.
El juicio externo no invalida el proceso interno, y la incomprensión no convierte una elección libre en un error moral.

Una decisión puede ser incomprendida sin necesidad de ser equivocada. Puede ser solitaria sin ser irracional.
Y puede ser rechazada sin dejar de ser legítima.

Epílogo: Vindicación de las malas decisiones

Quizá hemos entendido mal lo que significa equivocarse.
Hemos confundido errar con fallar, y fallar con no cumplir las expectativas de otros.
Hemos llamado «mala decisión» a toda elección que incomoda, que rompe moldes, que no encaja.

Pero no siempre decidir bien implica acertar.
Hay decisiones que nacen del pensamiento, de la evaluación, de la responsabilidad… y aun así conducen a escenarios difíciles.
No por eso dejan de ser decisiones válidas. No por eso dejan de ser libres.

El problema no está en fallar, sino en asumir que el único criterio válido para juzgar una decisión es su resultado.
Eso convierte la libertad en un sistema de cálculo, y a quien decide, en alguien que solo tiene permiso para hacerlo si no se equivoca.

Pero la libertad no opera así.
Decidir libremente no es garantizar el éxito.
Es pensar por una misma, asumir lo que se elige y sostenerlo incluso si nadie más lo haría.

Eso no significa que toda decisión sea justa por el simple hecho de ser propia.
Significa que hay un tipo de dignidad en el hecho de decidir, incluso cuando las consecuencias no son las esperadas.

Reivindicar las malas decisiones no es romantizar el error.
Es reconocer que el margen de equivocación es parte de la condición de ser libre.
Y que si solo podemos elegir bajo la condición de acertar, entonces no estamos decidiendo: estamos obedeciendo.

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