Dos creaciones, una misma obsesión literaria
Desde que existen historias, existe el deseo de explicar el origen del mundo. Y pocas narraciones han sido tan influyentes como el Génesis bíblico, con su poderoso “Hágase la luz”. Este texto ha dejado una huella indeleble en la literatura occidental, inspirando a teólogos, artistas, poetas y novelistas durante siglos.
Uno de ellos fue J.R.R. Tolkien, filólogo, católico y estudioso de las mitologías. Pero Tolkien no se limitó a seguir la tradición: decidió crear la suya propia. En El Silmarillion, su obra mitológica, dio forma a un universo entero con sus propios dioses, lenguas y relatos fundacionales. Y lo hizo empezando por el principio: el origen del mundo.
Su relato de la creación, la Ainulindalë, funciona como un Génesis alternativo, un texto sagrado dentro del mundo ficticio de la Tierra Media. Pero con una diferencia fundamental: mientras que en la Biblia el mundo nace de la palabra divina, en Tolkien todo comienza con una música coral.
El Génesis bíblico: la creación por la palabra
En el primer capítulo del libro del Génesis, Dios crea el mundo mediante una serie de actos verbales. La expresión repetida “Y dijo Dios” marca el ritmo de la narración y refleja una estructura donde el lenguaje no es una simple herramienta de comunicación, sino una fuerza generadora.
«Y dijo Dios: Sea la luz; y fue la luz.» (Génesis 1:3)

Este modelo de creación es jerárquico, secuencial y profundamente simbólico. Cada elemento del universo aparece por orden de Dios, y lo hace sin mediación ni resistencia. No hay caos, no hay disonancia: todo responde al verbo divino con obediencia absoluta. La palabra no describe el mundo: lo produce.
En términos filosóficos, el Génesis está impregnado por la noción del Logos, una idea procedente del pensamiento griego que encuentra eco en la teología cristiana: la palabra como principio racional, estructurador del universo. Esta concepción aparece de forma aún más explícita en el Evangelio de Juan:
«En el principio era el Verbo, y el Verbo era con Dios, y el Verbo era Dios». (Juan 1:1)
Aquí, el «Verbo» (Logos en griego) no solo es el vehículo de la creación, sino también la manifestación misma de Dios. Así, la palabra divina es simultáneamente acción, orden, esencia y presencia. Representa un cosmos que nace completo, separado, jerarquizado y con un sentido claro desde el primer instante.
La Ainulindalë: la creación por la música

En contraste con la sobriedad del Génesis, El Silmarillion abre con una escena de belleza sonora: Ilúvatar, el Dios creador del mundo de Tolkien, convoca a los Ainur (espíritus primigenios) para que compongan una gran música. De esa sinfonía, nacerá el universo, no como producto de un decreto divino, sino como una manifestación artística conjunta y libre.
“Ilúvatar les habló, exponiéndoles grandes temas de música; y los Ainur cantaron ante él, y él se alegró; pero durante largo tiempo cada uno cantaba solo, o unos pocos cantaban juntos, mientras los demás escuchaban, pues cada uno comprendía sólo aquella parte de la mente de Ilúvatar de la que provenía.” (El Silmarillion)
La creación no es instantánea ni unilateral. Es colectiva, emocional y abierta al conflicto. Cada Ainu aporta su parte, y aunque hay una línea melódica central, esta se ve constantemente enriquecida, desafiada e incluso distorsionada. Uno de los Ainur, Melkor, el más poderoso de todos, introduce disonancias en la armonía buscando imponer su propio diseño. Él «deseaba entretejer en la Música temas propios», y esto trajo una tensión no prevista por los demás Ainur.
“Al comienzo Melkor estaba solo, pues había entrado en los pensamientos de Ilúvatar con mayor profundidad que los otros, y en su corazón crecía un deseo de dar ser a cosas propias.” (El Silmarillion)
Pero Ilúvatar no lo censura: al contrario, integra esas notas discordantes dentro de un diseño mayor, mostrando que incluso el caos puede ser fuente de belleza y profundidad. Frente a cada perturbación provocada por Melkor, Ilúvatar introduce un nuevo tema, más profundo y poderoso:
“Y entonces Ilúvatar se levantó, y los Ainur percibieron que sonreía, y levantó la mano izquierda, y un nuevo tema comenzó en medio de la confusión.” (El Silmarillion)
La Ainulindalë no es un mandato, sino una partitura. No es jerárquica, sino polifónica, como una sinfonía en la que múltiples voces, incluso opuestas, encuentran su lugar. Pero si bien el término sinfonía es útil para evocar la armonía estructurada, también podríamos decir que esta creación se acerca más a una rapsodia.
A diferencia de la sinfonía, que sigue una forma fija y una progresión lógica de movimientos, la rapsodia es más libre, emocional y episódica. Contiene contrastes abruptos, pasajes de tensión y resoluciones inesperadas, como ocurre en la Ainulindalë. Cada nuevo tema que introduce Ilúvatar, en respuesta a las disonancias de Melkor, es como un cambio de tonalidad que reformula lo anterior sin destruirlo.
La creación que propone Tolkien no busca una perfección estática, sino una belleza viva, donde el dolor, el conflicto y la redención se entrelazan como en una rapsodia heroica. Como en las grandes obras musicales de Liszt o Rachmaninov, el caos y la armonía se alternan para llevar al oyente a una experiencia trascendente.
Así, más que una sinfonía clásica, la música de los Ainur puede entenderse como una rapsodia mitológica, donde el universo surge de una lucha entre temas y emociones, entre voluntades y disonancias, pero siempre dentro del gran oído de Ilúvatar. Como él mismo afirma:
“Y tú, Melkor, verás que ningún tema puede tocarse que no tenga su fuente última en mí.” (El Silmarillion)
Palabra versus música: una comparación estructural
Una vez exploradas ambas cosmogonías, es inevitable trazar una comparación entre sus mecanismos de creación. La palabra y la música no son solo recursos narrativos: representan dos formas distintas de entender el origen, el poder y el sentido del mundo.

Autoridad divina vs. creación colectiva
En el Génesis, Dios crea solo. Su voz no admite réplica ni colaboración. Es el acto de un único ser omnipotente que ordena y estructura. En cambio, en la Ainulindalë, Ilúvatar convoca a los Ainur a participar. La creación es una sinfonía de inteligencias, una obra coral que, aunque originada por una sola mente, se desarrolla a través de muchas voces.
Orden lineal vs. dinámica emocional
La narrativa bíblica avanza por etapas precisas: día uno, día dos, día tres… Cada paso tiene una función clara y delimitada. El mundo surge como una obra completamente acabada. En Tolkien, el universo nace de la emoción, del conflicto, de los cambios. La creación es dinámica, cambiante, y contiene en sí misma la posibilidad del error y la redención.
Imposición vs. diálogo
El Génesis muestra un Dios que impone su voluntad mediante la palabra. En la Ainulindalë, Ilúvatar no impone sino que reacciona. Frente a la disonancia de Melkor, no responde con castigo sino con transformación. Es un creador que escucha, que incorpora, que rehace sin destruir.
Lenguaje como herramienta vs. música como arte
La palabra en el Génesis es eficaz, funcional, directa. Crea lo que nombra. La música en Tolkien, en cambio, no solo crea: embellece, emociona, conmueve. No es una herramienta, es una expresión. La creación del mundo no es una orden, sino una obra de arte.
Estas diferencias no hacen que una versión sea superior a otra. Ambas representan modelos coherentes dentro de sus respectivas tradiciones: la del orden teológico y moral judeocristiano, y la del arte mitopoético que celebra la pluralidad de voces y el valor simbólico de la disonancia.
Lo que sí revelan es la profundidad del gesto de Tolkien: crear una cosmogonía no basada en el poder de la voz, sino en la fuerza de la armonía. Un universo en el que el conflicto no es necesariamente pecado, sino posibilidad; en el que la creación no es un acto terminado, sino una obra en constante reescritura. La música, en este sentido, no es solo medio de creación, sino metáfora de un cosmos vivo, resonante y abierto a la interpretación.
Y quizá ahí radica la principal diferencia:
¿Qué fue primero: la música o la palabra? (evolución y simbolismo)
Esta pregunta, que parece sacada de una discusión filosófica o una clase de antropología, es en realidad uno de los grandes dilemas sobre el origen de la comunicación humana. ¿Qué apareció primero en nuestra historia evolutiva: la palabra hablada o la música?
La hipótesis musical de los orígenes
Numerosos lingüistas, antropólogos y neurocientíficos sostienen que la música precedió al lenguaje verbal estructurado. Esta idea no es nueva: filósofos como Rousseau ya intuían que la primera forma de comunicación humana debía ser emocional, rítmica, tonal. Y eso es, precisamente, lo que define la música.
Steven Mithen, arqueólogo y etnomusicólogo, propone que nuestros antepasados utilizaron una forma de comunicación a la que llama HMMM: holística, manipulativa, multimodal y musical. En otras palabras, una especie de canto emocional y expresivo que comunicaba estados de ánimo, intenciones y vínculos sociales mucho antes de que existiera la sintaxis.
Evidencias evolutivas
- Los bebés responden antes al tono y al ritmo que al significado de las palabras.
- Las especies animales utilizan sonidos melódicos o rítmicos para atraer pareja, marcar territorio o coordinar grupos.
- El cerebro procesa la música y el lenguaje en zonas parcialmente solapadas, lo que sugiere una raíz común.
La música, entonces, no solo es más antigua. Es más instintiva, más conectada con la emoción, más accesible incluso antes del desarrollo del lenguaje.
La intuición de Tolkien
Tolkien, como filólogo y conocedor de mitologías antiguas, no ignoraba estas ideas. Su decisión de fundar el universo de la Tierra Media en la música no es caprichosa, sino profundamente simbólica. La música no necesita traducción: es un lenguaje universal, anterior, visceral y espiritual.
La Ainulindalë refleja así esa verdad antropológica: que antes de hablar, el ser humano canta. Antes de articular conceptos, vibra. Antes de imponer sentido, siente.
Por tanto, al optar por la música como acto creador, Tolkien se alinea con una comprensión más antigua y quizás más auténtica del origen. Una visión en la que el mundo no se ordena primero por palabras, sino por sonidos, emociones y resonancias compartidas.
En el Génesis, Dios crea y finaliza. En la Ainulindalë, Ilúvatar crea y deja que otros creen con él, incluso si eso implica permitir que surjan notas que desafían la melodía. Una visión del origen del mundo que, más que imponer sentido, lo compone con delicadeza, escucha y propósito.
Tolkien como reescritor de mitos: influencias y propósito
Tolkien no fue un autor que escribía fantasía sin más. Fue un filólogo que dedicó su vida al estudio de las lenguas antiguas, las mitologías del norte de Europa y las estructuras narrativas que subyacen en los relatos fundacionales de las culturas. Por eso, El Silmarillion y su creación mítica no surgen del capricho ni del azar: son el resultado de una voluntad clara de crear una mitología para Inglaterra, como él mismo expresó en sus cartas.
Influencias: de la Biblia al Edda
La Ainulindalë bebe directamente de fuentes múltiples, lo que la convierte en una síntesis rica y consciente de diversas tradiciones culturales y religiosas que Tolkien, como filólogo y lector voraz, conocía a fondo:
- La Biblia, especialmente el Génesis y el prólogo del Evangelio de Juan, le aporta la solemnidad del verbo creador, la estructura sacra del relato, y una cosmovisión teísta que da sentido a todo lo creado. Pero Tolkien da un giro poético y musical a esa palabra, transformándola en melodía coral.
- El Edda nórdico, tanto en su versión poética como en la prosaica, es otra fuente vital. Allí encontramos dioses que cantan, el poder de la palabra mágica, el destino escrito en las canciones de los vates y una visión del tiempo no lineal sino cíclica. En particular, la idea de que el caos y el orden conviven desde el inicio, y que la creación es fruto de una tensión primordial, resuena en la música de los Ainur y el conflicto con Melkor.
- El neoplatonismo cristiano, que Tolkien absorbió a través de san Agustín, Boecio y otros pensadores medievales, introduce la idea de que el mal no tiene entidad propia, sino que es una privación del bien. Esta noción está presente en cómo Ilúvatar integra la disonancia de Melkor en un tema aún más profundo: no hay mal que no pueda ser reconfigurado para formar parte de un bien mayor.
- Incluso podríamos añadir la influencia de los cánticos gregorianos y la liturgia católica, que Tolkien escuchó y estudió durante toda su vida. La idea de que lo sagrado se expresa a través del canto, de que la música conecta lo humano con lo divino, impregna toda la atmósfera de la Ainulindalë.
Así, Tolkien no inventa en el vacío, sino que funda una mitología nueva con los ecos de las antiguas. Mezcla tradición cristiana, herencia nórdica y visión artística para construir un relato que se siente tanto nuevo como antiguo, tanto revelación como recuerdo, como si la música de los Ainur fuese un eco ancestral que todos, en lo más profundo, reconocemos.
El propósito: crear con belleza, no con dogma
A diferencia del Génesis, que busca explicar el orden moral del mundo y el lugar del ser humano en la creación, Tolkien tiene un propósito estético y espiritual: mostrar que el arte y la belleza también son actos de creación divina.
Ilúvatar, al permitir que los Ainur participen y que incluso Melkor desafíe su música, no está perdiendo el control: está revelando que el verdadero poder reside en la capacidad de integrar, transformar y redimir. Esta idea está profundamente vinculada al pensamiento cristiano, pero también va más allá: es una afirmación del poder del arte como forma de verdad.
La cosmogonía como espejo del acto creativo
Tolkien no solo narra una creación: la imita. Él mismo es Ilúvatar. Y los lectores, al leer, se convierten en Ainur que vuelven a escuchar la música. La Ainulindalë es, por tanto, también una reflexión metanarrativa sobre el poder del relato, la tensión entre el orden y la inspiración, y la posibilidad de crear un mundo a través de la imaginación.
En este sentido, Tolkien no reescribe el Génesis: lo reinterpreta desde el arte.
La comparación entre el Génesis bíblico y la Ainulindalë no solo revela dos formas distintas de imaginar el origen del mundo, sino también dos concepciones complementarias del acto creador.
Por un lado, la palabra simboliza la razón, el orden, el poder del logos. Es el principio que estructura, que separa la luz de las tinieblas, el cielo de la tierra, lo bueno de lo malo. Por otro lado, la música representa la emoción, la colaboración, la belleza. Es el principio que une, que permite el error y la diferencia, y que convierte el caos en armonía.
Ambas visiones reflejan aspectos fundamentales de la experiencia humana. Porque crear, ya sea un mundo, una obra o una historia, es un acto que involucra tanto la necesidad de sentido como el deseo de belleza. Es un intento de dar forma a lo invisible, de narrar lo que no puede explicarse solo con conceptos.
Tolkien comprendió esto con una lucidez asombrosa. Su mundo no nace de una voz que manda, sino de muchas voces que cantan. No hay imposición, sino tensión. No hay dogma, sino arte. En su visión, incluso el mal —encarnado por Melkor— tiene un lugar en el plan mayor, no como enemigo absoluto, sino como nota disonante que intensifica la belleza del todo.
Así, mientras la Biblia nos dice que Dios dijo, y fue hecho, Tolkien nos recuerda que también podemos imaginar un universo donde Dios escuchó, y fue cantado.
Y tal vez, entre esos dos modelos, se encuentre la verdadera esencia de la creación: la armonía entre la palabra que ordena y la música que conmueve.

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