«Era inevitable: el olor de las almendras amargas le recordaban siempre el destino de los amores contrariados», escribía el gran García Márquez en su novela El amor en los tiempos del cólera. Pero
¿y si Márquez o sus personajes hubiesen vivido en los tiempos de Tinder? ¿Sus almendras amargas serían ahora lo que algunos llaman el algoritmo del amor?
¿Qué es el algoritmo?
Para empezar a diseccionar y a destripar el tema principal per se, se deben tener claros algunos conceptos antes de coger el boli rojo y comenzar a tachar. Todos conocemos la palabra algoritmo, la
oímos muchas veces al día en las redes sociales: «el algoritmo de Instagram hace que tenga menos
visibilidad» se ha convertido en un clásico entre las personas que se ganan la vida en las redes sociales, pero ¿qué es un algoritmo?
Se podría definir con un vocabulario técnico y complejo, pero la forma más sencilla de hacerlo es decir que se trata de una mera secuencia de instrucciones. Tenemos bastante interiorizado cómo
funciona en el mundo de la redes sociales como se ha podido comprobar anteriormente, pero pocas veces nos damos cuenta de que
los algoritmos están en nuestro día a día, más allá del mundo tecnológico.
La composición de un algoritmo en la teoría es bastante sencilla: tenemos un input, es decir, un estado inicial; después, unas instrucciones o pasos —el algoritmo per se— y, por último, un
resultado, el output. Si nos paramos a pensar detenidamente en ello, las multiplicaciones, las divisiones o incluso cruzar una calle por un paso de peatones conlleva una serie de acciones que se
deben realizar para obtener un resultado, es decir, son acciones que realizamos de manera sistemática o algorítmica —podríamos decir que respirar también lo es—.
Los algoritmos se han ido desarrollando para hacernos, quizá, la vida mucho más sencilla: nunca antes estar en contacto con cualquier persona de cualquier parte del mundo o pagar desde el móvil sin la
necesidad de llevar efectivo en la cartera ha sido tan sumamente simple, aunque también son capaces de conocernos incluso mejor de lo que nosotros mismos lo hacemos; un algoritmo es capaz
de recomendarme y descubrirme creadores de contenido en YouTube basándose en mi historial y Netflix conoce cuál es la película perfecta para quedarme dormida mientras la veo. Es tan fácil
como mandar una orden o instrucción que rece así: si te ha gustado A película, puede que te guste B. Sus algoritmos —informáticos— están diseñados para ser los perfectos amantes, pues me
escuchan, me psicoanalizan, me comprenden y, la crème de la crème, cada cierto tiempo me dicen «Celia, tenemos una recomendación que podría gustarte». ¡Por favor, qué consideración!
¿Un algoritmo puede hacer que encontremos el amor? O, una pregunta todavía más concreta, ¿el algoritmo —informático— de Tinder puede hacer milagros y encontrar al amor de nuestra vida?
Judith Duportail, periodista y escritora francesa, escribió L’Amour sous algorithme, publicado en España con el título El algoritmo del amor: un viaje a las entrañas de Tinder (Contra, 2019),
traducido por Carolina Smith de la Fuente.
Se podría categorizar como un ensayo autobiográfico en
el que Duportail habla sobre su experiencia como mujer europea heterosexual en la red social de ligoteo más famosa y lo que esta «esconde».
A pesar de la introducción tan larga, creo que deberíamos definir de nuevo el concepto de algoritmo. Según el Diccionario de la Real Academia Española, se trata de un «conjunto ordenado y
finito de operaciones que permite hallar la solución a un problema»; y, como segunda acepción, «método y notación en las distintas fórmulas de cálculo». Nos interesa la primera, las operaciones
—instrucciones, como lo denominábamos anteriormente— que sirven para obtener un resultado.
El algoritmo nace de la cabeza del matemático y traductor persa Al-Juarismi en el siglo IX, siglo en el que comienza la Edad de Oro del islam. No obstante, se debe avanzar unos cuantos siglos en la
historia para llegar a la lógica computacional y así poder refutar muchos de los «argumentos» que se encuentran en este libro. Para ello, es insoslayable detenernos en el periodo matemático de la
lógica moderna y mencionar a David Hilbert, un hombre que, en su utopía mental, estaba convencido de que cualquier problema se podía resolver con la lógica matemática. Esto lo refutaría posteriormente Kurt Gödel con sus teoremas de incompletitud (1931), con los que finalmente se demuestra que hay muchos problemas que no son capaces de resolverse con la lógica matemática.+
Orígenes del algoritmo
Para que la lógica matemática con la lógica computacional se enlacen y que así finalice el ciclo de la vida, debemos revisar el famoso Entscheindungsproblem (D. Hilbert y W. Ackermann, 1928), o
problema de decisión. Los autores buscaban encontrar un procedimiento matemático riguroso y determinista que fuera capaz de decir si una sentencia matemática es verdadera o falsa.
De existir un algoritmo así, todos los problemas tendrían una solución y se podría decir que las matemáticas tienen un lenguaje completo y perfecto.
¿Existe dicho algoritmo? No.
Fueron tres los matemáticos que, inspirados por los teoremas de incompletitud de Göeder, demostraron la inexistencia de ese algoritmo de forma prácticamente simultánea. Estos fueron Alozo Church (Unsolvable Problem of Elementary Number Theory y A note on the Entscheidungsproblem (1936)), Alan Turing (Computable numbers, with an application to the Entscheidungsproblem (1936)) y Emil L. Post (Finite Combinatory Processes-Formulation (1936)).
Las tres demostraciones fueron correctas y trajeron consigo la era de la lógica computacional, además de modelos como el cálculo lambda de Church, la máquina de Turing y la máquina de Post.
La tesis de Church-Turing establece que todo algoritmo es equivalente a una máquina de Turing o a un sistema equivalente, por lo que todo lo que pueda hacer un computador actual, lo puede hacer
también cualquiera de los modelos o viceversa; además, se demuestra que la computación no es completa ni perfecta y hay problemas que no se pueden resolver.
Y así, grosso modo, es cómo llega la maravillosa era y, con su evolución, la accesibilidad tecnológica para todos nosotros.
Uno de los modelos de expresión o representación gráfica de un algoritmo es el famoso diagrama de flujo o flujograma que, además de utilizarse en disciplinas como la programación, la economía o los procesos industriales, también se utiliza en la psicología cognitiva, es decir, el área que se encarga de estudiar los procesos mentales implicados en el conocimiento. El mejor ejemplo de esto
es, sin duda alguna, el T2:E13 de The Big Bang Theory llamado El algoritmo de la amistad. En él, Sheldon consigue una fórmula «infalible» para hacerse amigo de Kripke.
Entonces, si los algoritmos son tan malignos y el de Tinder se trata de un nivel de maldad de expertos ya que juegan con tus propios sentimientos, según Duportail, ¿por qué convivimos con ellos desde antes de que la lógica computacional llegase a nuestras vidas? ¿Por qué seguimos o creamos unas instrucciones para solucionar los problemas? La respuesta es bien sencilla: los algoritmos, en cualquier caso, están tan sumamente interiorizados —o somos todos sumamente idiotas— que simplemente lo vemos como algo normal y cotidiano que forma parte de nuestras vidas.
Un ejemplo útil y sencillo es el es el que encontramos en The Big Bang Theory, en el que Sheldon Cooper crea un diagrama de flujo para hacer amigos. Llega un momento en una parte de la conversación en la que él mismo se queda enredado en un círculo vicioso que Howard Wolowitz se ve obligado a desenredar.
No es que en la vida real creemos un diagrama de flujo con el que solucionemos los problemas o determinemos nuestras acciones, sino que se convierte en algo intrínseco y sistemático a nuestra
psique. ¿Me ha dicho «no» cuando esperaba que la respuesta fuera «sí»? Error 404, match not found.
Y es en ese instante de frustración, rabia y ineptitud en la gestión de las emociones cuando nuestra amiga Duportail decide que la culpa de todo lo malo que le pasa en el amor lo tiene Tinder. Un momento también más que perfecto para hacerle una intervención, un «amiga, date cuenta», como lo llaman los más jocosos de las redes.
Es la oportunidad perfecta para hablar de El algoritmo del
amor, aunque eso, lectores, es otra historia.

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